miércoles, 22 de septiembre de 2010

El pequeño secreto de Charlie Peralta

Charlie Peralta era un chico muy tímido en 1973. Pasó los primeros diez años de su vida en una granja de Nueva Orleans (Loussiana) criado por sus abuelos, ya que su madre, Carol Trevor apenas se hizo cargo de él durante los primeros días de vida. Después decidió dejarle en un orfanato, pero su abuelita, Rosario, se apiadó de él y recuperó la adopción previo pago a la comunidad de 1.000 centavos de dólar.

En el colegio siempre sufrió las burlas de compañeros de pupitre debido a su débil aspecto, y llegó a interiorizar una imagen de sí mismo realmente grotesca. Charlie era, lo que se llama, un tipo raquítico. Jamás había superado los 50 kilos de peso, a pesar de superar ampliamente el 1,80 de estatura. Ahora, sólo podía estar sentado, a escasos 130 centímetros del suelo. Su piel era un camino bien trazado de venas, nervios y músculos parecidos a chicles. Cuando se incorporaba para observar, una calzada escurridiza de piezas metálicas, que podían separar cada una de sus vértebras, sosteniendo así todo su cuerpo, salía a la luz. Frágil, de aspecto incluso doloroso, su columna era la peor cárcel para el joven Charlie. Lo fue desde los 16, cuando los médicos diagnosticaron una extraña enfermedad que lo iba a postrar definitivamente en esa silla del demonio.

A veces, Charlie soñaba cosas divertidas. Hoy era un piloto de aviones en una compañía de prestigio mundial. Su magnetófono, se activó al recibir la señal de despegue. Nadie podía pararlo.

-Les habla aquí Charlie Peralta, el Comandante en Jefe del vuelo 147-A entre Virginia y Florida. El estado de visibilidad es óptimo esta noche. Hay algunas nubes al oeste pero sin riesgo de descarga. Controlaremos con facilidad las turbulencias. Pueden estar tranquilos. Recuerden abrocharse los cinturones. El servicio de atención del avión les complacerá en todo lo que necesiten. Muchas gracias y buen viaje.

El aterrizaje fue completamente limpio. Era maravilloso para Charlie aquella sensación. En Cayo Vizcaíno le esperaba su esposa, Clarisa, y sus dos pequeños trastos, Marisa y Yeison, de apenas cinco años de edad.

Caminó pletórico por todo el aeropuerto, y dejó su pequeño equipaje de mano en un carrito de rejillas. Su chófer, Claudio, ya sabía que debía hacer con ello.

Cuando llegó a casa, y abrío la puerta... tan sólo las lágrimas de su abuelita Rosario inundaban toda la sala. La prueba definitiva sobre su recuperación había sido negativa, y sólo una operación de trasplante de médula podía salvarlo. Lástima de la torpeza del sistema sanitario. Él no tenía dinero, lo cual complicaba todo mucho más.

- Te curarás, hijito. Se lo he pedido al de arriba.

- No importa, abuelita. Sé que lo piensas con el corazon, pero es imposible para mí ver de nuevo el campo de heno donde comen los potrillos, o montar hasta New Heaven sin pensar en mi enfermedad. Valoro todo lo que habéis hecho por mí, pero permíteme que sueñe con mis propios sueños. Que nadie se adueñe de ellos. Es preferible que sean sólo mi propio remanso de paz. Ahora, si tu quieres, me gustaría abrazar al abuelo.

Charlie vivía malos momentos. Borró de un plumazo la frialdad de aquellos malditos doctores de bata. Pattrick, su abuelo de origen irlandés, pescaba tranquilamente al remanso del lago que había a un par de millas de la finca. Rosarió guió al jovencito hasta él.

Respiraba aliviado, pues ese era un don que nadie le podía quitar. Pattrick jugó con su pelo revoltoso, y apoyó su mano antigua sobre los hombros del muchachito, mientras su boca agrietada saboreaba una especie de tabaco de mascar de procedencia noruega.

A Charlie siempre le había encantado el olor del humo cuando lo inhalaba su abuelo, y estaba tan acostumbrado a él, que podía guiarse en sus propios recuerdos sin necesidad de calendarios o complicadas agendas.

Sólo tenía que agregar... - Abuelo, ¿Cuándo te llegó la octava caja de primavera desde los fiordos?
- En el solsticio de invierno del año pasado. Ese día desayunamos copos de avena con maiz que hizo tu abuela.

Ese era el pequeño secreto de Charlie Peralta. Él era custodio de los pedidos de su abuelo, y éste a cambio, custodiaba, no sólo sus recuerdos, sino seguramente toda su alma.






FIN