sábado, 5 de abril de 2014

Mi luz y mis estrellas

Nunca me arrepentiré de mis decisiones. Mejores o peores, siempre he sido consecuente con ellas, siempre he ido hasta el final, siempre. Si he creído firmemente en algo, siempre he ido hasta el final. He perdido o he ganado, pero siempre hasta el final. Creo en la justicia de la vida, y en esta uno no siempre sale ganando. A veces pierdes, y a veces ganas. Muchas veces ganas, a pesar de que piensas que has perdido. Y no siempre necesariamente ganamos de manera feliz o perdemos de manera triste. A veces perdemos para que alguien gane, y otras ganamos pero alguien siempre pierde. Entonces, cuál es la decisión correcta? No lo sé. Qué se puede hacer? Como ya he dicho al principio, ser consecuente con lo que uno es y piensa, e ir hasta el final. Ahí la justicia poética de la vida te dirá qué te ha tocado, para bien o para mal. Sin miedo he tomado todas las decisiones más importantes de mi vida. Porque no había nada de qué tener miedo, cuando mi corazón y mi cabeza estaban de acuerdo, adelante. Y ese soy yo, y ese seré siempre, sin importar lo que piensa nadie. Hay días que te llevas sorpresas desagradables, como por ejemplo hoy, al enterarme de que mi hermano mellizo jamás apoyó que yo saliera de mi cuna hacia mi diosa marchita. Son esas impertinencias desaboridas las que dan sentido a mi existencia. Siempre al contrario de todos los demás. Cabezón, me llaman. Eres un cabezón, no haces caso a nadie... Sí, lo soy, y sin remedio. Y siempre lo seré. Y jamás me arrepentiré de mis decisiones, aunque sí de las malas pasadas que me ha jugado mi yo impertinente. Eso sí. Siempre la acabo jodiendo, de eso no cabe duda, pero mi intención siempre es la ideal. Y aquí me hallo, ante mi partida, ante mi jugada. Me resulta chocante, y ciertamente hilarante, ver esa estúpida sonrisa vertical que alumbra los rostros de los que dicen quererme, cuando se chocan con el rosto de mi retoño, de mi preciosa y eterna Ariadne, que pronto caminará a lomos de papá, inmortalizada en mi piel para siempre, y que sin mi cabezonería sospecho que no estaría aquí. Me chocan enormemente esos rostros, esos rostros que desaprobaron a Esther una y otra vez, que me reprobaron como ser libre con mis propias decisiones. Me choca ver la amabilidad supuesta de esos rostros cuando se cruzan con los ojos de Ariadne. Curioso, si no hubiera hecho caso a mi corazón y al de Esther, Ariadne jamás estaría aquí. Si me hubiera quedado en mi cuna, Ariadne no tendría la suya, y esos ojos puros no podrían cruzarse con las sonrisas verticales que dudo mucho que desearan a Ari como yo lo hice, noche tras noche, minuto tras minuto, segundo tras segundo, hasta estallarme el corazón, hasta cagarla profundamente. Aún recuerdo como lo dejé todo con 20 años. Salí alborotado de mi cama solo diez minutos antes de que empezara a contar el reloj de mi futuro. En diez minutos pueden pasar muchas cosas. Puedes perder un taxi, tropezar con una maleta, parar un autobús, ahogarte de sed tras una noche demasiado alcohólica. Era la noche en la que despedía a un ser mediocre de sí mismo, para afrontar, con mis virtudes y mis defectos, el resto de mi vida. Y allí me encontraba yo. Con una maleta, una camiseta mal aliñada, un aliento seco, tosco, una garganta al borde del abismo, un corazón lleno, una diosa en el horizonte. Jamás lo olvidaré. Jamás olvidaré como la vida siempre me tiraba para atrás, y como yo siempre volvía al mismo sitio. Una y otra vez. Irse para no volver, y, por cabezonería incomprensible, volver para no irse, y volverme a ir con el rabo entre las piernas, perdiendo ciento y mil batallas, perdiendo incluso la guerra, alumbrando, también es cierto, a mi hija Ariadne. Y la vida ya puede hacer conmigo lo que le plazca. Me dejo deliberadamante. No me importa. Eso lo puse en una carta y lo sigo pensando. He muerto, he muerto bien muerto, bien muerto y enterrado, y mis cenizas no han plantado árboles, sino que han secado bosques de madreselva. Como un fugitivo he tenido que huir y refugiarme, refugiar los mil trocitos de mi alma de las miradas insidiosas del rencor, que no han querido ver toda la realidad, solo una parte bien chiquitita, pero sobradamente representativa para armar sus corazones destructivos con hambre de venganza. Porque en el fondo nadie nos entendió, ni a ti ni a mí, nadie. Y todos ahora andan muy felices y de puta madre porque nos ha salido mal. En el fondo me alegro por ellos, el mundo no quiere cosas complicadas, solo lo absurdo, correcto y obvio. A la mierda el mundo. Yo ya he tomado mis propias decisiones y he dejado mi estampa en este mundo. Una firma auténtica que ni DIOS puede ya borrar. He dejado el fuego de mi alma, la pasión de mis recuerdos, toda la esencia de mi ser. Y todo eso eres TÚ, MI DIOSA ARIADNE. Y papá encontrará la espada de Teseo, y verás que en mí también hay un héroe. También existe el minotauro, con su parte humana y su parte bestia, pero te puedo asegurar, Ari de los cielos y los campos, de las luces y las estrellas, que tu papá te ama, siempre lo hará, y que de decisiones la vida está llena, toma tú las tuyas propias, vuela, y sé libre. Mientras tanto, hazle caso a mamá y a los yayos, pórtate bien, crece con las enseñanzas de los duendes y las hadas, aprenderás mucho... ya lo creo. Tu pequeño gran papá. Fernan, Fer, Ferni, Sancho, Pancho... da igual. De muchos modos me han llamado en la vida. Tú puedes llamarme papá. Y yo te llamaré como le llamaba a tu mamá; mi luz, y mis estrellas... Brilla siempre firme en el firmamento mi pequeña nube de algodón de azucar. Te quiere tu papi mi preciosidad...