jueves, 25 de agosto de 2011

Espacios

Yo decidí comprarme un local de lámparas chinas en chinatown, el callejón poco transitado de la ciudad. Lo adorné, lo asocié a mi franquicia de balones naranjas, situada enfrente, en la acera ocre de apuestas y fotografías de toda una vida. Allí estaban solamente los mayores campeones, y decoraban todo tipo de paredes con historias de más de mil palabras. ¡Qué recuerdos aquellos!

Era mi negocio virtual, lo gestionaba a la vez que lo amaba.

De vez en cuando salía a la avenida, donde expresiones artísticas eran más comunes, con más visitas, pero todo pasaba más desapercibido. Las masas corriendo de un lado para otro, con escaparates mucho más desordenados que mi humilde rincón de fotografías y el aparador de lámparas chinas y otros objetos estrambóticos.

En la avenida, de vez en cuando reinaba el caos. Una vez un señor confesó que tenía preparado atentar y destruir el mundo de esa calle. Dos manzanas más allá, otro señor confesó que eso no era posible, pues desde su búnker secreto jamás habrían conspirado contra la avenida central.

Era algo así como un pulmón que refrescaba al resto del sistema, y allí cabía cualquiera. Te podías enterar de cualquier cosa en la avenida. Qué personas entablaban amistades, qué música estaba de moda, quienes habían decidido abrir negocios adyacentes, quienes, desde la otra punta de la avenida, a más de 1.000 kilómetros incluso, recordaban grandes momentos en el univeso paralelo de la naturaleza.

Eran los menos. Se hizo tan grande la avenida, un pulmón tan enorme con sus callejones adyacentes poco transitados, que ya casi nadie se daba cuenta del universo creador.

Entonces, allí permanecía tranquila día tras día la naturaleza, sin nadie que la molestara, con sus animales más humildes amantes del espacio tranquilo, sosegado, lejos de aquel caos que todos llamaban internet...

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